lunes, 20 de octubre de 2008

El Populismo

El populismo no aguanta ser fotografiado o radiografiado; no resiste pasar pruebas de sensatez o sentido común.

Dicen los necios que las comparaciones son odiosas -quizá porque uno de los comparados termina perdiendo en el camino, y a nadie le agrada perder. Pero si no comparamos no podremos jamás comprender la diferencia entre conceptos universales como el bien y el mal, para empezar, o entre conceptos más subjetivos como la belleza o el sabor y calidad de un vino añejo.

Las etapas románticas del colectivismo, como también en su nivel correspondiente, el ecologismo, se concebían océanos de limonada destinados a satisfacer la sed de las masas, al decir de Fourier.

En los fenómenos populistas encontramos una caprichosa y constante inclinación hacia la fábula, el mito, la fantasía, lo irracional, la superstición, formas oscuras del subconsciente, absolutamente opuestas al examen metódico y minucioso, a la reflexión, al deambular por planos racionales.

Dice el notable constitucionalista cordobés Octavio Carranza, “que hasta el presente el Estado carece de medios para hacer desaparecer la escasez, pues el Estado no es creador de riqueza sino que, por el contrario, se alimenta exclusivamente de lo que produce el sector privado.”

Sólo han progresado y tomado la delantera entre las naciones aquellas que se han dedicado a facilitar la actuación de la fuerzas individuales que impulsan la creación de la riqueza mediante la transformación de los recursos naturales en productos de consumo, gracias al valor agregado de la mano de obra de cientos de miles o millones de habitantes de esos países. Recursos naturales abundantes, mano de obra educada y eficiente, máquinas herramientas, tecnologías de avanzada, y una población lo bastante grande son los términos de la fórmula para el desarrollo y el progreso de una nación, y por ende, del bienestar y seguridad de sus habitantes. Todos esos términos son de signo positivo, y sólo pueden ser anulados cuando a la fórmula se le añade la división por cero que es el populismo que muy rápidamente le abre la puerta a la demagogia, y a la corrupción.

El único medio conocido de eliminar la pobreza no es el de “redistribuir la riqueza” sino el de crearla primero –para luego ver cómo se “redistribuye”. Hace muchos años se hizo el cálculo de lo que sucedería si en Estados Unidos se “redistribuyese” en partes iguales todo el capital de aquellos que poseían más de 100.000 dólares. A cada habitante de la nación le tocarían $135 dólares, algo que no mejoraría la situación angustiosa de ningún pobre, por supuesto, pero que descalabraría de modo definitivo la estructura económica de la nación.

Es una obviedad recordarlo, pero para satisfacer las necesidades de las personas es necesario que primero exista en el mercado, de manera efectiva y suficiente, los bienes de consumo demandados por la gente. Cuando no hay bienes o productos disponibles en la cantidad necesaria, hay escasez. Perogrullo no lo diría mejor. Primero hubo que producirlos, para luego ponerlos a disposición de la demanda de la población. También se reconoce que la producción de bienes y servicios no dependen solamente del trabajo humano, sino que es necesaria la existencia de una inversión de capital adecuada. Las inversiones en producción se dan allí donde existe seguridad jurídica para la propiedad privada y el libre desarrollo de las fuerzas del mercado.

Es ingenua y anacrónica la creencia de los políticos populistas de que el bienestar general depende de la buena voluntad o de la generosidad de los gobiernos. Los populistas y demagogos consideran al Estado Paternalista proveedor ad eternum de la felicidad del Pueblo, simpleza rayana en la imbecilidad que, junto a la creencia de que los gobiernos pueden crear la felicidad y bienestar de los ciudadanos mediante leyes y decretos, demuestra que no se han aprendido ninguna de las lecciones que han quedado registradas en la historia del mundo. Desde el Código de Hammurabi hasta nuestros días, ningún gobierno, mediante sus decretos e intervenciones en el mercado han logrado contener alguna inflación –que no haya reventado a los pocos años de manera catastrófica.

Se ha hablado mucho de la paradoja del populismo, que en su intención manifiesta y declamada de ayudar a los pobres, en realidad los multiplica a través de sucesivas crisis –que siempre son culpadas a agentes externos, a los especuladores, al FMI, y otros demonios similares- causando la contracción de la economía por el acoso que le hace al capital y a la fuga del mismo que ese acoso y constante abuso de los impuestos excesivos se hace para “redistribuir la riqueza.” No es el capitalismo el responsable de la pobreza. Si lo fuese todos los habitantes del país más rico del mundo, EEUU, serían pobres! O los de la mayoría de los países europeos, de Japón, Corea del Sur, Canadá, Australia… Es la ausencia del riguroso orden del capitalismo lo que provoca la pobreza, y ello se ve en que en el tercer mundo hay escaso capital por habitante. Hay muy escaso ingreso per cápita anual, muy bajo PBI producido por una población que crece más rápidamente de lo que aumenta el capital.

La llamada “Generación del 80,” la de aquellos visionarios y geniales hombres de fines del siglo 19, fue la que recibió una Argentina bañada en sangre de guerras civiles, con una economía destruida, sin industrias y con una población heterogénea y casi sumida en la anarquía. Sin embargo, en poco más de 30 años había colocado a la Argentina en un primerísimo plano en el concierto de las naciones del mundo, y ya hacia 1920 ocupada el 5º lugar entre ellas. Nos preguntamos entonces, ¿qué sucedió? ¿Qué salió mal? ¿Por qué estamos hoy en el medio del ranking de naciones, en un puesto que varía del 39 al 74, dependiendo de la última y oportuna crisis? La respuesta es una sola: Argentina enfermó de la peor y más mortal dolencia; contrajo el letal cáncer del populismo, y todos sus gobiernos han pretendido apagar los sucesivos incendios con baldes de gasolina, clamado a las masas que ellos tienen la fórmula mágica que nos llevará a la felicidad, a la tierra de leche y miel, de tiernos asados de tira y abundantes “planes trabajar.” Hay un solo problema: tenemos que agachar la cabeza, doblar el lomo, y callarnos la boca mientras nuestros benefactores en la Casa Robada se ingenian para inventar excusas para explicar “por qué no funcionó,” pero que si son reelegidos “ahora sí, sígannos que no los defraudaremos,” o “redistribuiremos la riqueza,” y castigaremos a los genocidas, o algunas otras sandeces de calibres similares.

Desde 1946, la Argentina se erigió a nivel mundial en la Campeona de las llamadas “conquistas y reivindicaciones sociales” para ayudar a los pobres. Revisando la historia vemos el fracaso de todos y cada uno de los gobiernos desde entonces, porque las famosas “conquistas sociales” lo único que han producido un aumento de los pobres y al progresivo deterioro de sus condiciones de vida. Un ejemplo clarísimo de esto es la condición en que se encuentran las poblaciones aborígenes del Chaco y Formosa –aunque el resto de los aborígenes no están mucho mejor- cuyas condiciones de vida son peores que las de sus ancestros en la época de la Colonia.

Las organizaciones ecologistas y muchos antropólogos de la Teología de la Liberación nos aseguran que la salvación del mundo y la supervivencia de la humanidad dependen de que disminuyamos nuestros estilos y condiciones de vida y adoptemos las del “noble salvaje” de Jean-Jacques Rousseau. Volver a las fuentes, vivir en íntimo contacto con la naturaleza, nada de productos sintéticos, fuera la tecnología, sólo medicina holística, hierbas y shamanes soplando humo sobre los tumores; agricultura amable con la Madre Tierra, nada de tractores, pesticidas, electricidad, combustibles que emiten gases que calientan al planeta. Se supone –ellos lo suponen y lo afirman- que eso es vivir bien. Y quieren promulgar leyes que no obliguen a vivir de esa manera, en íntima comunión con la Pachamama.

Bien, así, exactamente así es como los wichis, los tobas y demás aborígenes del Chaco y Formosa están viviendo: sin medicinas, sin tractores ni pesticidas, sin los alimentos necesarios, tejiendo a mano sus ropas, pescando sus peces, bebiendo aguas de ríos infestados por amebas histolíticas y otros parásitos espantosos. Los políticos quieren dictar leyes “especiales” para los aborígenes, como si las contenidas en la Constitución Nacional no fuesen suficientes para garantizar a todos los habitantes de la nación sus derechos a una vida digna, al alimento necesario, a la educación, a la salud, a la vivienda, y a iguales oportunidades dentro de la sociedad argentina. Sólo que los políticos profesionales siempre se han desentendido de sus “protegidos” y se han robado el dinero del erario público sin el menor asomo de vergüenza ni arrepentimiento. Son los políticos populistas, aquellos que necesitan que la pobreza nunca se extinga porque sería el final de sus carreras. No tendrían la excusa de solicitar fondos y presupuestos para la emergencia económica de sus provincias, para lanzar planes y “programas de ayuda solidaria” –y luego embolsarse lo obtenido sin siquiera ruborizarse.

Es que en el lenguaje de todos los partidos populistas abundan las ideas de “distribución de la riqueza”, pero para ello deben recurrir primero a las confiscaciones de la misma; abundan los subsidios, abundan los pedidos al exterior de préstamos para financiar el déficit (que ellos mismos crearon con sus políticas de ineptos y ladrones), vemos el crecimiento constante del gasto público –sólo para otorgar contratos a los amigos que proveerán del consabido “retorno”, antes llamado “coima”; se ceban en el control estatal de las variables del mercado, como si alguna vez hubiesen surtido efecto. Recordamos aún las palabras del Secretario de comercio Interior de Alfonsín, Ricardo Campero (era su yerno) diciendo ante los micrófonos después del fracaso de sus medidas para controlar la suba de precios de la canasta familiar en 1989, “Esta semana los precios han tenido un comportamiento fascista”. (!)

Hemos visto toda clase de disparates en el manejo de la administración pública nacional, controles de cambio, tablitas de ajuste hipotecarias, festivales de bonos de todos los colores, déficit cuasifiscales, precios máximos y por supuesto, las famosas y anticonstitucionales “retenciones a la producción del agro.” Dislates sin pausa y sin fin. Pero no son los políticos los únicos responsables del descalabro y del cáncer terminal de la Argentina. El sindicalismo es el verdadero y más efectivo salvavidas de plomo que debemos tratar de eliminar lo más rápidamente posible.

La República Sindical


La república Sindical nace en 1943 con el advenimiento del Coronel Perón a la Secretaría de Trabajo. Es el principal obstáculo para el desarrollo de la nación y es al mismo tiempo el vampiro que chupa la sangre de la población de Argentina y el cáncer terminal que acabará con ella.

Es la más importante corporación que funciona en al país, y tiene mucho más poder que los mismos políticos que le dieron vida. Como Frankestein, es un monstruo que cobró vida de las manos de un alucinado y escapó a su control. Debido al poder omnímodo que detenta, el sindicalismo impide el funcionamiento adecuado del sistema representativo y de la economía del mercado. Este sistema no beneficia al país y a los supuestos “beneficiarios”, sino que alimenta con largueza a una clase parasitaria, minoritaria y dotada de privilegios injustificados dado que nada aporta a la productividad del país –sólo la dificulta en grado extremo, y a un costo exorbitante para los argentinos. Los intereses de la clase sindical se contraponen dramáticamente con los de una República Federal, Representativa y democrática.

El decreto 23852/44 firmado por el Gral. Edelmiro Farrel era la genial idea del Cnel. Perón y otros cómplices en la fundación de una república fascista al estilo del tirano Benito Mussolini, de quien Perón era un fanático admirador. El nefasto decreto eliminó la libertad de agremiación que regía en la sabia Constitución de 1853 (art. 14), e instaló el “sindicato único” y la obligación de todos los trabajadores de aportar de su sueldo aunque no estuviesen afiliados a él. Un fundamental pedazo de la democracia acababa de morir en la Argentina.

En esta república populista y fascista, todos y cada uno de los gobiernos que siguieron al de Perón desoyeron las constante solicitudes de la Organización Internacional del Trabajo para que se restableciera la “Libertad de Asociación”, base fundamental de toda democracia representativa y federal. Eso debilitaría al sindicalismo y dejaría de ser una poderosa arma en manos de los demagogos y mesiánicos gobernantes que ha padecido la Argentina desde 1946 en adelante.

Por supuesto, el sindicato único ha sido un apéndice necesario e imprescindible del Partido Peronista. El régimen sindical faculta a las corporaciones sindicales para desempeñarse en actividades políticas, algo que va a contrapelo de la doctrina dominante en todo el mundo libre. Nos recuerda Octavio Carranza que:

En la democracia constitucional la ciudadanía concurre a las elecciones para designar a sus representantes, sin distinción de clases sociales; en cambio, en el Estado Fascista se fracciona a la sociedad en corporazione o gilds, cuyos miembros actúan corporativamente. En el sistema argentino, los ciudadanos gremialistas gozan de una especie de doble ciudadanía, la ciudadanía políticay ka gremial, lo cual significa una doble potencia electoral. El sindicalismo privilegiado por el Estado juega con ventajas impropias y corruptoras de la democracia representativa.

El nefasto Gral. Juan C. Onganía, ultra fascista él, perfeccionó malévolamente al sistema añadiéndole la inyección de recursos económicos descomunales de las llamadas “obras sociales”, la ley 18610, cuya derogación sería el primer paso a una “sanación” milagrosa de la república. El monto adjudicado en 2005 a las obras sociales –manejadas con impunidad por la burocracia sindical en provecho propio- sumó $5.234 millones de pesos, el triple del monto total asignado a la justicia federal. El minúsculo grupo de beneficiarios que se cobijan en la CGT fueron los principales beneficiarios, las cajas de las obras sociales están quebradas de manera crónica. Nos sigue recordando Octavio Carranza sobre la podredumbre del sindicalismo, que se ha contagiado al resto de las corporaciones que funcionan y azotan a la nación:

El sistema del sindicato único omnipotente, legalmente facultado para intervenir en las lides políticas partidarias como apéndice de un determinado partido, munido de medios económicos prácticamente ilimitados, sin controles contables, incide negativamente en el funcionamiento del principio representativo, pues crea de hecho una fuerza política extraconstitucional que rompe el equilibrio y la igualdad entre los partidos.

Por otra parte, el sindicato único es una valla que obstaculiza el desenvolvimiento natural del aparato productivo, pues se torna invencible la potencia alcanzada por los sindicalistas como grupo de presión que ejerce siempre una coacción patoteril, apoyada por el Estado y por una legislación laboral complaciente.

El sidicalismo gobierna, de hecho al país mediante la amenaza de detenerlo totalmente hasta que sus demandas hayan sido satisfechas. La reciente protesta del campo en contra de las retenciones abusivas y confiscatorias del matrimonio de veleidades Imperiales demostró que si el Señor Hugo Moyano se levanta con el pie izquierdo, ese día la Argentina entra en fase de desabastecimiento total. También es norma obligada que los habitantes de una ciudad deban pasarse días sin transporte público porque el sindicato único ha decretado la huelga, o si hay “conciliación obligatoria” la ausencia del servicio se mantiene por la chicana de las “asambleas en punta de línea,” –una por hora. Exactamente lo mismo deben soportar los ciudadanos cuando el sindicato único de empleados del estado, o de empleados municipales, llaman a la huelga, asambleas en lugares de trabajo, en las calles, y protestas con las eternas bombas de estruendo con las que pretenden insinuar que “estamos enojados, somos muchos y bravos, y mejor que nos hagan caso o rompemos todo.” Recordamos todavía al actor cómico que representaba al ferroviario y que decía, “…y agarro el fierro y rompo todo!”. Un defrun dichi yegue.

Sigue Carranza diciendo,

¿A quién beneficia este régimen típicamente fascista? A la clase obrera, no, sino a los usufructuarios de los cinco mil doscientos treinta y cuatro millones de pesos anuales, fondos que, pertenecientes por su naturaleza al erario, son manejados a piacere por los sindicatos con personería gremial. No existe contraprestación a cargo de los burócratas sindicales por las montañas de dinero que mensualmente perciben; su función se limita a recibir los fondos que tampoco saben administrar por carecer de los conocimientos elementales, según lo demuestran las colosales quiebras y concursos de las entidades de obras sociales.

Pero los burócratas no tienen que preocuparse por tales pequeñeces, pues el Estado populista benefactor siempre subsidia a los entes de obras sociales que caen víctimas de la impericia, de los despilfarros o del latrocinio de los traviesos muchachos representantes de la “columna vertebral de la Nación.”

Uno de los gremios más poderosos del país, la Unión Obrera Metalúrgica, entró en falencia y sin embargo su perenne y conocido jefe se las arregló para ahorrar individualmente muchos millones de pesos necesarios para darse el gusto de adquirir nada menos que uno de los palacios más bellos de la ciudad de Buenos Aires, el Palacio Duhau, ubicado en la exclusiva Avenida Alvear, sin que los jueces ni la policía, ni funcionario alguno advirtieran semejante rareza.

Los Barones de la República Sindical disfrutan de licencias perpetuas, gracias a lo cual no trabajan (mucho no lo hicieron nunca); si cometen acciones delictivas no han de soportar las consecuencias pertinentes pues tienen el paraguas del “fuero sindical,” como si fuesen diputados y senadores; entran en los despachos oficiales como Pedro por su casa; generalmente usan camperas para parecer obreros; evacuan consultas de los medios sobre temas económicos, sociológicos, políticos, diplomáticos y emiten opiniones de tipo académico como si supieran de qué se trata; se trasladan en automóviles con chofer y con guardaespaldas, quienes portan contundentes pistolas automáticas pro precaución; se adueñan de las calles cuando se les ocurre, y hasta puede vérseles blandir pancartas con retratos de Mao, ayer, hoy de Osama Bin Laden, en sus actos multitudinarios.

Son las leyes votadas por legisladores fascistas, a instancias de los dueños de turno de los partidos políticos, también fascistas y populistas, lo que hace posible la existencia y mantenimiento de un sistema que en la práctica está más cerca del suicidio que del progreso de una nación. Las leyes laborales son suicidas y asesinas a la vez, porque en lugar de beneficiar a los trabajadores terminan perjudicándolos porque ahuyentan a las inversiones que serán fuentes de producción y, por supuesto fuentes de mano de obra. Lo malo es que las leyes laborales le han hecho creer a todo el mundo que tienen el derecho a meter la mano en esas fuentes de producción y sacar de allí lo que se les venga en gana. Dicen los políticos, a quienes hoy no se les cae de la boca la muletilla “mejorar la distribución de la riqueza”, que esas leyes so para “mejorar la condición de la masa obrera,” una falacia que no se sustenta en ninguna lógica.

El mejoramiento de las condiciones sociales de los obreros no se depende de las normas jurídicas, porque si así lo fuera, el legislador tendría el poder de crear riqueza por medios altruistas. Y la experiencia nos demuestra, con sólo dar una rápida ojeada la pasado, que cada vez eso no ha sido logrado jamás y que, por el contrario, cada ley promulgada vino a empeorar situaciones pasadas. Como decía el periodista americano H.L. Mencken, “Cuando las legislaturas están en sesión, peligran las fortunas, los bienes y las libertades de los ciudadanos,” y un pensador francés daba el sabio consejo, “Abróchense, las cámaras están sesión.” En una palabra, otro de los tumores cancerosos que sufre la Argentina es el de la “Tiranía Legislativa.” Cabe preguntar: ¿Aprenderá la gente a votar algún día?

Los abogados lo saben muy bien –dado que resultan ser los principales beneficiarios- que más que una legislación que regule de manera equitativa los derechos y las obligaciones de las partes, es una invitación al saqueo institucionalizado; un aliento y una fuente inagotable de pelitos. No puede desconocerse la influencia nefasta que tuvieron las leyes laborales en el escalabro económico, en la distorsión de la economía, en la corrupción generalizada, y la desaparición de miles de industrias en la Argentina. Ya en la época de Alfonsín se habló de 40.000 industrias que habían cerrado sus puertas –la mayoría se trasladó a Brasil- dejando el tendal de desocupados que el Estado, como responsable primario tendría que haberse hecho cargo –pero que no lo hizo porque estaba total y absolutamente quebrado. No podía recurrir, como es la costumbre inveterada de la confiscación de dineros del sector privado mediante la elevación de los impuestos, porque el sector privado, o se había ausentado a Brasil, o también estaba tanto o más quebrado que el Estado. Sobre este tema Octavio Carranza, experto abogado con vastísima experiencia, lo describe con claridad meridiana:

La ley de contrato de trabajo se caracteriza por el ordenamiento de ventajas sustanciales y formales a favor de una de las partes de la relación jurídica, en desmedro de la posición del empleador, y sin consideración alguna al deterioro de la economía y del orden social. Las principales víctimas de la despareja ecuación son las pequeñas empresas (la mayoría), pues para las grandes simplemente significan mayores costos –que son pasados a los consumidores.

El problema del desempleo ha sido encarado como controversia particular de naturaleza individual suscitada entre empleado y empleador, y no como perturbación de naturaleza industrial y social. De tal suerte la regulación legal del despido está centrada en la injuria, es decir, en la culpa de alguna de las partes del contrato, sin contemplación alguna de las fluctuaciones del mercado y de las necesidades del proceso tecnológico. Como consecuencia, el empleador queda constreñido a la búsqueda de culpas o pecados del empleado para justificar la resolución del contrato, cuando las verdaderas causas han de indagarse en las vicisitudes del mercado, en las necesidades tecnológicas, en la calidad de la fuerza de trabajo, en la organización y desarrollo de la empresa, etc.

Por otro lado, la regulación de la totalidad o de cualesquiera derechos y obligaciones de las partes del contrato de trabajo por medio de las convenciones colectivas supeditadas al arbitrio de comisiones paritarias, con fuerza de ley para todos los empelados y empleadores del país, sin atender las diferencias existentes entre las distintas regiones ni las condiciones particulares de cada rama de la producción, configura una aberrante delegación de los poderes legislativo y ejecutivo. Desde este punto de vista, el sistema de nuestra ley responde a vetustos y perimidos preconceptos de corporativismo fascista, que fomentan la acción clasista y la lucha de los grupos de presión entre sí, con miras a la consolidación política del partido único o del Duce dotado de omnímodo poder.

El sindicalismo es, pues, consecuencia del aparente arribo al poder de las masas. Digo “aparente” porque quienes se adueñan del poder son siempre el minúsculo grupo de políticos que, actuando con las técnicas y usos de las mafias del crimen organizado, les hace creer al populacho que es él quien expresa su voluntad a través de sus “representantes” en el gobierno. Sabido es que una vez que el ciudadano ha dejado su voto en la urna no tiene manera de echarse atrás o modificar las políticas que se implementarán después y que siempre nada tienen que ver con las prometidas.

El sindicalismo es la consecuencia de la exaltación de la mediocridad y el denostar todo aquello que sea la excelencia.